En las grandes ciudades, hay realidades que solemos pasar de largo. Historias que se tejen en silencio, entre cartones y miradas esquivas. Esta fotografía captura uno de esos momentos invisibles: un joven cartonero detenido frente a una vidriera que le muestra, casi como una burla, aquello que parece inalcanzable.
Este relato busca poner en palabras esa escena, para que la indiferencia no nos gane la memoria.
![]() |
Esfuerzo e ilusión |
El joven detuvo su carro al borde de la vereda, como si una fuerza invisible lo obligara a frenar. El vehículo improvisado, construido a partir de retazos de cartón y hierros gastados, parecía un barco a la deriva varado en medio del asfalto. Desde allí, sus ojos se clavaron en la vidriera de un local brillante y moderno, donde zapatos nuevos y caros descansaban sobre estantes pulcros, ajenos al ruido de las calles.
Era temprano todavía, pero ya había recorrido varias cuadras juntando cartones, plásticos y todo aquello que pudiera convertirse en unas pocas monedas. Su camiseta roja, desteñida y grande para su cuerpo flaco, contrastaba con la prolijidad de los transeúntes que pasaban a su lado sin mirarlo, sin detenerse siquiera a registrar su existencia. Como si fuera parte del paisaje urbano, como si el dolor tuviera la propiedad de hacerse invisible.
Mientras ajustaba la gorra de lana sobre su cabeza, pensaba en sus pies, gastados dentro de unas zapatillas que apenas conservaban la forma. Imaginó, por un momento, cómo sería caminar sin sentir el frío o la humedad calándole los dedos, cómo sería cruzar esa puerta de vidrio y elegir, sin mirar precios, el par que más le gustara. Pero los sueños no pesan, y su carro, en cambio, sí. Tenía que seguir.
La gente seguía pasando. Un joven con mochila esquivó su carro sin mirarlo. Una mujer, más atrás, se cambió de vereda al verlo detenido. El chico apretó el puño. No por bronca, sino por impotencia. No era la primera vez que lo ignoraban, que lo esquivaban como si fuera un estorbo. Lo sabía: en esa parte de la ciudad, ser pobre era ser invisible.
Miró su carga: cajas vacías, bolsas arrugadas, pedazos de lo que otros habían desechado sin pensarlo. Allí estaba su trabajo, su sustento, su día a día. Cada pedazo de cartón era una batalla ganada contra el hambre, aunque a veces la guerra parecía interminable.
Finalmente, soltó el manubrio improvisado, respiró hondo y empujó su carro calle abajo, dejando atrás la vitrina, el brillo, y las miradas esquivas. Sabía que sus sueños no se compraban con cartón ni se cambiaban por lástima. Eran suyos, íntimos, pequeños fuegos que mantenían encendido algo más valioso que cualquier zapato nuevo: la esperanza.
A lo lejos, el tráfico y las bocinas marcaban el ritmo acelerado de la ciudad. Pero él avanzaba a su propio paso, lento pero firme, como quien sabe que cada paso, por pequeño que sea, es una declaración de resiste.
En lo que a mí respecta, admiro a los cartoneros, que le ponen el pecho a la adversidad -ese monstruo de varias caras-y a las inclemencias del tiempo (frío, lluvia, calor). Hay que ser muy fuerte y valiente para seguir en esas condiciones.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por visitar mi blog y pasar parte de tu precioso tiempo conmigo.
Tu crítica me interesa. Anímate y opina.
Un abrazo