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Un colchón refugio ante el olvido |
En una ciudad que nunca se detiene, dos perros callejeros encontraron en un colchón viejo su refugio y su hogar. Entre el ruido de los autos y la indiferencia de las miradas, esta imagen revela una verdad que preferimos ignorar: la vida también transcurre en los márgenes, donde lo desechado se convierte en tesoro y la compañía es el mayor abrigo.
En medio de la vereda, entre el paso apurado de la gente y el ruido del tráfico, un colchón viejo descansa contra el tiempo. Sobre él, dos perros callejeros duermen ajenos al mundo, acurrucados como si encontraran en esa cercanía la única certeza que poseen.
El colchón, gastado y olvidado por su dueño original, se ha convertido en un refugio improvisado. Para muchos, es apenas un trasto que estorba; para ellos, es un hogar temporal, un espacio donde el frío no cala tanto y donde la soledad se comparte.
La escena nos habla de una dualidad que se repite en las calles: por un lado, la vida “normal” que sigue su curso, llena de rutinas y seguridades; por el otro, ese mundo que preferimos no mirar, el de los seres —humanos o animales— que sobreviven con lo mínimo. Dos realidades que coexisten, tan cerca y tan lejos a la vez.
Estos dos perros no conocen discursos sobre desigualdad ni estadísticas de abandono. Su lenguaje es más simple: calor, compañía y un pedazo de colchón que se transforma en territorio seguro. Nos recuerdan que, incluso en el abandono, existe la capacidad de encontrar afecto y de compartir lo poco que se tiene.
Quizás la lección esté ahí, en reconocer que la vida no se mide por lo que poseemos, sino por con quién lo compartimos. Y que la ciudad será más humana —o más justa— cuando no haya necesidad de buscar refugio en lo que otros desechan.
Mientras haya vidas buscando cobijo en lo que otros desechan, no podremos decir que vivimos en una ciudad justa.
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